Uno de los aspectos más trascendentales para el
ordenamiento jurídico dominicano contenido en la Constitución proclamada el 26
de enero de 2010, lo constituye la inclusión de un Tribunal Constitucional
encargado de garantizar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden
constitucional y la protección de los derechos fundamentales.
Esa inclusión resulta transformadora para nuestro
sistema jurídico, pues por vez primera en nuestra historia republicana, un
órgano fuera del Poder Judicial, como lo es el Tribunal Constitucional, le
corresponde la tarea de ser el intérprete último y supremo de la Constitución
de la República.
Lo señalado precedentemente no significa que al
Tribunal Constitucional se le ha otorgado el monopolio de la justicia
constitucional, ya que nuestra Asamblea Revisora de la Constitución tuvo la
acertada visión de reconocer a los jueces del Poder Judicial la potestad de
pronunciarse, con alcance limitado al caso, respecto de la constitucionalidad
de los actos de poder público que sean cuestionados en el curso de un proceso judicial, garantizándose así la
eficacia que demanda la tutela judicial efectiva en provecho de los ciudadanos.
Esa particularidad de nuestro modelo de justicia
constitucional importantiza el papel que debe jugar la Ley que regule el
Tribunal Constitucional y los Procesos Constitucionales como instrumento de
coordinación que haga efectivo el principio de supremacía constitucional, así
como el carácter vinculante de las decisiones del máximo intérprete de la
Constitución para los poderes públicos y todos los órganos del Estado, entre
los que obviamente figuran los Tribunales que conforman el Poder Judicial.
El Presidente de la República, como titular del Poder
Ejecutivo, investido de iniciativa legislativa por la Carta Fundamental del
Estado, sometió a la consideración de las Cámaras Legislativas un proyecto de
ley orientado precisamente a garantizar la viabilidad de la suprema posición de
último interprete de la Constitución que dicho texto fundamental reserva al
Tribunal Constitucional, así como también a racionalizar el ejercicio de la
justicia constitucional.
No obstante lo bien orientada de esa iniciativa, el
Presidente de la Suprema Corte de Justicia elevó su voz en el sentido de que la
propuesta del ejecutivo podría degenerar en un “choque de trenes” si se
permitía al Tribunal Constitucional revisar las sentencias del Poder Judicial,
lo que ha desembocado en una deformación de la iniciativa del ejecutivo en el
Senado de la República que producirá no sólo “choque de trenes”, sino además
“choque de vagones”.
Afortunadamente ese “golpe de estado” que se intentó
inferirle a la Carta Fundamental del Estado, no se materializó por una evidente
falta de destreza jurídica de quienes tuvieron a su cargo la transformación de
la iniciativa legislativa del ejecutivo, ya que su escasa visión no le permitió
perpetrar el “fraude a la Constitución”, pues no bastaba para ello la simpleza
de eliminar la parte del proyecto relativa a las condiciones particulares del
amparo contra decisiones jurisdiccionales y la revisión constitucional de
sentencias con autoridad de cosa irrevocablemente juzgada.
No advirtieron los conspiradores, que esas
disposiciones del proyecto de ley no eran las que consagraban esas acciones
constitucionales, porque estas encuentran sustento directo en la Constitución, sino
que las mismas se limitaban a establecer las condiciones que garantizaran su
ejercicio racional a fin de no colapsar la alta misión del Tribunal
Constitucional.
Ahora, como consecuencia de ese desaguisado, si la
Cámara de Diputados convierte en Ley el proyecto que le remitiera el Senado, seguirá existiendo “amparo contra sentencias”
y “revisión de sentencias”. El primero,
a cargo de los juzgados de primera instancia y el segundo, del Tribunal
Constitucional. Habrá entonces “choque
de vagones” y “choque de trenes”, sin límites y condición alguna.
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