A mi ahijado Miguel Valerio,
quien se encuentra de visita en París.
La existencia del Derecho
administrativo ha sido “en cierto modo,
milagrosa”. No “es ni puede ser un
derecho como los restantes..se podría decir, si estas palabras tuvieran
significado, que es un derecho político y no un derecho jurídico” ( Prosper
Weil).
Ese derecho milagroso fue producto -“aparentemente”- de un temor de los revolucionarios franceses originado en el comportamiento
de los Parlamentos Judiciales, especialmente al final del ancienne regime, no por el
ejercicio de la función jurisdiccional en si, sino porque, como
ha señalado Jacques Chevalier, además de su función natural, participaban de la
función legislativa a través del registro de las ordenanzas reales, se
atribuyeron el derecho de hacer reglamentos en materias que interesaban al
orden público, y citaban a los agentes administrativos del Rey para darles “vigorosos reproches”. Además “eran conservadores y hostiles a las autoridades y a las ideas nuevas”(Jacqueline
Morand-Deviller) que para “modernizar la
administración y reformar la sociedad” impulsaron Luis XV y Luis XVI
(Prosper Weil).
La manera en
que los revolucionarios reaccionaron frente a esa “desnaturalización” de la función judicial, amparados en la concepción rígida de la separación de poderes formulada por Montesquieu, se plasmó en la famosa Ley del 16-24 de agosto de 1790, que dispuso que
“las
funciones judiciales son distintas y se mantendrán siempre separadas de las
funciones administrativas; los jueces no podrán bajo pena de abuso de
funciones, obstaculizar en modo alguno la actividad de los cuerpos
administrativos, ni convocar ante sí a los administradores por causa de sus
funciones”.
Napoleón Bonaparte, en 1804, en
apoyo del principio de separación de autoridades administrativas y
jurisdiccionales, incluyó en el articulo 5 del Código Civil lo siguiente:
“Se prohíbe a los
jueces fallar por vía de disposición general y reglamentaria las causas sujetas
a su decisión”.
Y,
dos años más tarde, Bonaparte reforzó su apoyo al principio revolucionario, en
el Código Penal:
“Art. 127.- Se considerarán reos de prevaricación, y serán castigados con la degradación
cívica: los jueces, fiscales o sus suplentes, y los oficiales de policía que se
hubieren mezclado con el ejercicio del Poder Legislativo, dando reglamentos que
contengan disposiciones legislativas o suspendiendo la ejecución de una o
muchas leyes o deliberando en cuanto a saber si las leyes se ejecutarán o
promulgarán.
Art. 128.- Se
castigarán con la misma pena, los jueces, fiscales o sus suplentes, y los
oficiales de policía que se excedieren en sus atribuciones, ingiriéndose en
materias que correspondan a las autoridades administrativas, ya sea que
reglamenten en esas materias, o ya que prohíban que se ejecuten las órdenes que
emanen del Gobierno.
Art. 129.- Además de las penas señaladas en los artículos
de esta sección, se podrá condenar a los culpables a los daños y perjuicios que
hubieren ocasionado”.
Es en este contexto que se origina el lema
de que “juzgar a la Administración era
administrar”, dando paso así a la existencia en Francia de dos ordenes
jurisdiccionales paralelos, la jurisdicción judicial y la jurisdicción
administrativa, esta última inserta orgánicamente en el seno del Poder
Ejecutivo, primero en forma de “justicia
retenida” y más adelante, a partir de 1872, como “justicia delegada” en manos del Consejo de Estado.
En Francia, administrativistas de la talla
de Jean Rivero y del famoso “decano” Georges Vedel, tuvieron la oportunidad de
plasmar, en sus clásicas obras de Derecho Administrativo, sus criticas al
concepto de que “juzgar a la
Administración era administrar”.
Decía Rivero: “la jurisdicción administrativa no es una necesidad; hay países que no
la tienen..En Francia ella nació de un conjunto de circunstancias históricas; y
ha sobrevivido por razones prácticas”.
Por su parte el decano Vedel expresaba: “En el terreno de la lógica, el hecho de que en un proceso en que
estuviera implicado el poder ejecutivo (es decir, la Administración desde el
punto de vista que nos interesa) fuese juzgado por un tribunal judicial no
constituiría en modo alguno una intromisión del poder judicial en el ejercicio
del poder ejecutivo. El juez está
encargado de declarar el Derecho y de asegurar la aplicación de la ley, y su
intervención no tendría el carácter de una invasión, siempre que se atuviese a
los términos de su misión”.
En una completa obra jurìdica sobre este tema denominada “La autoridad judicial y el contencioso de la administración. Vicisitudes de una ambición”, Gregoire
Bigot indica que la desnaturalización del principio de separación de las
autoridades administrativas y jurisdiccionales, y la exclusión final de los tribunales judiciales en el contencioso de
la administración, es el producto de la ambición política y el autoritarismo de la Administración
napoleónica que, como señalò García de Enterría, bajo el pretexto de “finir
la Rèvolution” necesitaba adoptar un conjunto de medidas, como la de posibilitar
las ventas de los bienes nacionales, impedir la revisión de las medidas sancionatorias
impuestas a los emigrados, confirmar la nacionalización revolucionaria de las
deudas adscritas a los bienes de fundaciones, iglesias y municipios que fueron
confiscados al inicio de la Revolución, todo sin sufrir “a los ojos del poder, de la intervención
de los tribunales” (Bigot), dando surgimiento asì a la justicia
administrativa, primero en forma de justicia retenida, y posteriormente como
justicia delegada en 1872, a cargo del Consejo de Estado.
Y es que en términos
estrictamente jurídicos, como ha tenido ocasión de señalar Pierre Devolvè, la Ley del 16-24 de agosto de 1790, de ninguna manera prohibía a los tribunales conocer el
contencioso de la administración, sino solamente confiar las funciones
judiciales a órganos ejecutivos o legislativos y las funciones ejecutivas al
legislador o a los órganos judiciales.
Mas recientemente, una de las
mentes más brillantes del Derecho administrativo español, el Profesor José Luis
Meilàn, en su obra “Categorías Jurídicas
en el Derecho Administrativo”, siguiendo el testimonio de “un testigo cercano de los hechos” como
lo fue Cormenin, nos muestra con
crudeza la realidad política que subyace en el principio de separación de las
autoridades administrativas y jurisdiccionales:
“Es una verdad que existe hoy una multitud de derechos
adquiridos y de intereses privados que cubren la faz de Francia y que tienen su
fundamento en la Ley administrativa cuyo origen no se remonta más allá de la Revolución”.
Dicho más llanamente, la revolución crea
unos intereses; posteriormente tiene que proteger jurídicamente esos intereses
aunque sea distorsionando las reglas jurídicas tradicionales, para evitar la decepción
y la enemistad de los beneficiarios que son al mismo tiempo el soporte de la Revolución. Por eso, sigue afirmando Cormenin, la
Asamblea constituyente temió redescubrir los parlamentos antiguos en los
tribunales; “no pensó más que en las necesidades o si se quiere en las
urgencias de su política, pero no suficientemente en las necesidades de la
Justicia”. Los derechos debían ceder al imperativo revolucionario”.
Esas realidades políticas que condicionan
el “Derecho”, fueron las que posibilitaron que a través de una “justicia
administrativa” separada del Poder Judicial, inserta en el Poder Ejecutivo, en cabeza del Consejo de Estado, se
sentarán las bases de una creación “pretoriana”
del “Derecho administrativo”, sobre
la base de unos rasgos precisados con un ejemplo de concisión por el Tribunal
de Conflictos Francés en la “Arret
Blanco” del 8 de febrero de 1873: “reglas especiales que varían en función de
las necesidades del servicio y de la necesidad de conciliar los derechos del
Estado y los derechos de los particulares”. Por ello Prosper Weil decía:
“El Consejo de
Estado ha segregado el derecho administrativo como una glándula segrega su
hormona: la jurisdicción ha precedido el derecho y, sin aquella, éste no
hubiese nacido”.
Santo Domingo de Guzmán.
29.03.2015
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